domingo, noviembre 25, 2007

No se puede ser más triste

Uno cuando es un post adolescente cree siempre que no se puede ser mas triste. Yo a los 19 años vivía los problemas de amor más grandes del universo. Reales tragedias griegas, terribles telelloronas venezolanas y cursilescas películas gringas. Nunca había un nuevo comienzo. Siempre era el final de mis días como enamorado. Nunca creí en el mañana.

Yo estaba al borde de una piscina, de noche, viendo como ella se bañaba. Ella nadaba de un lado a otro sin espantarse con mi presencia. Es más, creo que estaba feliz de que su ex noviecito (estuve con ella dos meses) la contemplara. Su cuerpo se perdía entre el celeste del agua con cloro, mientras sus ojos rojos se iluminaban con los reflectores submarinos.

Ella jugueteaba con el agua, chapoteando con tiernas amenazas de mojarme. Yo me sonreía. Era uno de esos días en los que me sentía invulnerable. Ella se abrigó con una toalla y jaló una silla a mi lado. Yo la miré. Ella sonrió y se acercó aún más.

Te tengo algo que contar, pero me juras que no te amargas, me dijo medio en broma, medio en serio. Dime no hay problema. Si hay problemas y muchos pensé. ¿Te acuerdas la fiesta de July?, me interrogó. Claro, sí me acuerdo, llegaste conmigo pero desapareciste, dije con sarcasmo. Ese día me besé con Rodrigo, dijo sin pasar saliva. Vete a la mierda, le susurre al oído.

Ella quiso abrázame. Me mojó la camisa. Yo me liberé de sus brazos y salí corriendo. Con todo el derecho de un ex despechado me creí traicionado. Sin ninguna razón lógica o legal era un jovenzuelo enamorado que se sentía desengañado por el amor de una perversa niña indecisa y besucona.

En la casa de playa de mi mejor amigo había una gran fiesta. Me hundí en la muchedumbre y repartí risas hipócritas. Me serví un muy cargado vaso de vodka con Sprite y me lo eché de un solo trago. Cuando esa multitud se fue individualizando y las miradas se daban cuenta de mi presencia es que decidí escapar.

Corrí hacia la playa y me refugié en las sombrillas de paja. Esa fue la primera vez que le conté al mar mis penas de amor. Conversé largo rato con él hasta que una sombra me trajo a la realidad. Era una chica que al igual que yo se confesaba ante las olas. Estaba en cuclillas tirándole arena a la espuma.

Yo sequé mis gélidas lágrimas y me acerqué a ella. Parece que estamos en las mismas, la interrumpí. Ella me miró de arriba abajo, respiró y decidió hablarme. Si pues parece que estamos en la misma situación. ¿Tú por qué haz escapado?, le pregunté. Luego las palabras fueron yendo de un oído a otro hasta lograr una cómoda conversación.

Ella me contó de cómo su mejor amiga se había besado con un chico que a ella le gustaba (vaya tragedia), mientras yo le hacia un recuento detallada de cómo la perra de mi ex había agarrado con Rodrigo. Los dos vivíamos con extremo dolor y al borde del llanto tremendos dramas.

Era una escena demasiado cinematográfica como para no vivirla. Dos tristes que se encuentran en medio de una playa para confesar su abatimiento. Su rostro era una gran sombra, en donde lo único que brillaba eran sus lágrimas. Tenía el cabello largo y las piernas aún más largas. Era de sonrisa aguda y sollozo grave. Tenía un lindo perfil y seguramente unos ojos muy lindos. La veía pero no la reconocía. Sabía que era linda aunque no pudiera escrutarla con la mirada.

Antes de irme le explique lo novelesco de nuestro encuentro. Le confesé que era como un poema triste o un libro de afligidos. Que nuestra escena era la de una tragedia teatral y el instante cumbre de una película de Meg Ryan. Un momento tan único que tan solo podría ser realmente especial si lo culminábamos con un beso. Un beso de redención. Un instante de traición. Una historia para contar y un secreto que revelar.

Ella sonrió y por fin sentí un poco de felicidad en su desdicha. Miró al mar y le dijo que no se lo cuente a nadie y barrio a la luna y las estrellas para que no hubiera luz. Mi propuesta no tenía resquicios para la negación. No había forma de no vivir este cuento corto de final obvio.

Nos arrodillamos uno frente al otro mientras el mar nos espiaba. Yo tomé su hombro mientras ella acercó su boca. Me dio un beso en la mejilla. Las olas resonaban haciendo un rumor de nuestra culpa. Yo me sentía aliviado con su beso. Ella, traicionada por su poca audacia. Se acercó de nuevo a mí y me besó con fuerza sin abrir la boca. No me dio tiempo para abrazarla. Tras varios segundos ella huyó.

Corrió por la arena. Un gusto en conocerte, ya nos veremos, dijo a voz en cuello mientras se alejaba. Yo mate mi miseria en un instante. La tristeza no existía y mi corazón estaba limpio. Supe que no era tan triste y reconocí el valor de la redención en los besos de otra mujer. El mañana nunca es peor y si es peor habrá que experimentarlo.

Regrese a la fiesta y no conté lo que me había pasado. Nunca se lo conté a nadie. Era una historia demasiado cliché y cursi para hacerla un cuento.

2 comentarios:

Anónimo dijo...

Eso existió y eso cuenta, una venganza silenciosa, secreta.

Anónimo dijo...

Linda historia!! Un beso como cierre de un momento extraño casi perverso ...