domingo, febrero 24, 2008

Una mujer hermosa sin esfuerzo


No me importa morir, decía la canción. Miré el techo del bar el Oso y sonreí. Ella era la mujer más hermosa que había besado hasta mis 29 años de vida (de esas épocas). ¿Cómo llegué hasta acá?

Veinticuatro horas antes había estado en ese mismo bar persiguiendo con la mirada a la obsesión de turno. Una perturbada esquizofrénica que vivía su propia mentira. Estaba loca. Por eso me gustaba.

Cuando pensé que por fin se había enganchado conmigo, me miró a los ojos, sonrió y me dijo, no me interesas. Me arrastré por las estrechas paredes del Oso y desaparecí en las sombras de la última mesa. Que mala noche.

Doce horas antes del beso, estaba sumergido preparando una clase para la Universidad sobre postmodernismo. Un tema, que obviamente, estaba muy lejos de mi realidad. Mi mente divagaba en la respuesta de esa obtusa mujer sin ningún futuro amoroso, sexual y pasional.

Cinco horas antes del beso, estaba sentado en la mesa de mi casa sin esperanzas de lograr consolidar un ensayo decente. No podía ensayar sobre mi vida, menos lo iba hacer sobre Heidegger y Foucault. El inefable Luigi, decidió de manera unilateral llegar a mi departamento con cervezas bajo el brazo y tres amigos de compañía. Yo miraba, fumaba, y chupaba. Me hundía en mi miseria, me embriagaba en la estupidez y me regodeaba en las vacuas conversaciones.

Tres horas antes del beso, entraba al Oso, tras una larga presión social para lograr apartarme del letargo de mi departamento. Otra vez entraba en este maldito bar, donde, un día antes había destruido mi vida emocional. Cuatro loser siguiendo con la mirada a las mujeres. De derecha a izquierda. En vertical y horizontal.

Luigi, un perseguidor empedernido de mujeres, miró a una lindisima chica. La más hermosa en 50 kilómetros a la redonda. Me hizo una señal. Quería atacar. Yo lo detuve con el brazo, cuando estaba apunto de saltarle al cuello, como un pitbull. La conozco, le dije. Anda, me respondió. Era demasiado linda para conocerla, pero la conocía. O sea sabía quien era.

Ella era una clásica chica mala de mirada perturbadora. De esas que bailan solas desdeñando a todo hombre que se le acerque. Cabello muy negro, lacio y con cerquillo. Minifalda de cuadros, como una escolar católica. Blusa negra en perfecta combinación con las sombras de sus ojos. Era una de esas chicas que miran sobre el hombro de todos y flotan al caminar.


¡Vea! grite al cielo y ella volteó. Que tenía que perder, ya me habían rebotado hasta Júpiter la noche anterior. Ella me sonrió y la traté de ubicar. Nos conocimos en la presentación del poemario de Ricardo Bentín, le dije. O sea estábamos en un mismo grupo de cinco. Tú hablaste, yo hablé, pero nunca cruzamos palabras. Ella se acordó de mi (ufff).

Diego, le dije. Soy Diego. Ya sé, me dijo ella muy autosuficiente. Mentira no se acordaba de mi nombre, aunque si de mi. Cruzamos algunas historias vacías y ella no se movió ni un centímetro de su sitio. Yo solo le seguía la conversación mientras no despegaba mi mirada de sus ojos, como si me interesara lo que decía. En verdad me aburría. Ella hablaba de modas, discotecas, autos, trabajo, viajes. Yo quería hablar de cine, rock, escribir, pasiones, amores.


Preferí disfrazarme y me volví el más vano ser sobre la tierra. Era el chico discotecas de moda, el viajero empedernido y el metrosexual de las boutiques ‘in’. Ella tomaba su martini y no se despegaba de mi un segundo.

Tras una hora de conversación ella floto hasta el baño. Yo me deslice hasta donde estaban mis amigos. Ellos envidiosos me riñeron por no agarrármela. Yo era feliz. Una hora de conversación con una chica linda reconfortaba. Pero la multitud bramaba por una estocada o al menos una banderilla. La afición pedía cortar dos orejas y una cola.

Ella me buscó por todo el bar hasta encontrarme. Ella despedía, a cada momento y sin parpadear, a todo los paparulos pretendientes que se le acercaban. Yo no me movía de mi sitio. Estaba con mi pose: cerveza, cigarro y mirada al vacío. Ella me invitó a bailar. Yo la seguí sin soltarle la mano.

Ella bailaba increíble. Se contorneaba sin parar. Con las manos en el cabello, los ojos mirando para un lado, mientras sus piernas se movían para el otro. Yo no la dejaba de mirar a los ojos mientras rozaba su cintura con mis manos. Ella se acercó muy cerca de mis labios y cuando la iba a besar se alejó y sonrió. Yo sonreí. Al segundo intento lo logré. La besé. Besé a la chica más hermosa que alguna vez había besado. Era la top de las tops. La miss bella entre las bellas.

Pasamos dos horas bailando y besándonos. Por fin dejemos de hablar. Quería que todo Lima me viera. Quería que la loca que me choteó la noche anterior me espiara. Quería que mis amigos me admiraran.

Pero luego de todo este vedettismo ya había tenido demasiado. Sentí que hasta aquí había llegado. ¿Para qué más? Pensé. Vea me tomó de la mano y me susurró si quería ir a su departamento. (sé que debía que decir que sí) . No, tengo que trabajar mañana (mentira). Me tengo que ir a mi casa. Fue un gusto conocerte. La besé en la mejilla. Estaba sonando una canción que decía “no me importa morir”. Huí del bar fumando mi felicidad. El momento era tan perfecto como para malograrlo teniendo sexo.

Algunas mujeres hermosas de mi imaginario:

Jessica Alba en Sin City



Natalie Portman en Closer



Scarlett Johansson en Matchpoint

viernes, febrero 15, 2008

Top Five: Obsesiones

Acá van mis cinco super obsesiones sin ningún tipo de orden o prioridad:

1.- la confundida
Esta fue una larga obsesión. La más larga de todas. Cuatro años. Ella me gustaba por la incertidumbre que despertaba en mí. Nunca supe si le guste. Lo más obseso que hice por ella fue ir de manera permanente, y sin falta, al Sargento Pimienta durante 6 meses. Todos los fines de semana. Era casi un hecho, que entre el jueves y el sábado, ella estuviera ahí. Podría ser cualquiera de esos tres días. Era demasiado azarosa y nunca seguía un patrón. Nunca la llamé para preguntarle que iba a hacer el fin de semana. Tampoco nunca la invité a ir al Sargento. Siempre buscaba el encuentro fortuito e inesperado. Muchas veces me la encontré, saludé y seguí mi camino. Solo una vez ebrio hasta mis rodillas (obviamente había tomado por ella) la invité a bailar una canción. Al finalizar la música la abracé. Ella sonrió y se fue al baño. El que me choteará hizo que decidiera estar con una novia. El que me besara hizo que no regresara con una novia. El que ella volviera a mi vida no hizo que termine con una novia.

2.- La inocente

Ella era la mejor amiga de una noviecita de barrio que tuve. Maribel siempre me sonreía desde su ventana en el piso tres del edificio rojo frente al mercado. Cuando yo regrese a mi soltería, tras un largo mes y medio de relación, buscaba siempre encontrármela de manera casual. Ella siempre estaba sentada a los pies de su edificio a las 6:45 pm. Yo corría de mi universidad para pasar por su casa a esa hora. A veces ni siquiera venia de la facultad, por lo que le daba toda la vuelta a la urbanización para que parezca que venia de ella. Cuando dejó de sentarse en el edificio busqué medidas más radicales. La esperaba hasta casi por dos horas frente a un paradero, donde ella bajaba cuando venía de su Instituto. Siempre caminaba contra ella y me hacía el distraído para que me pasara la voz. Ella siempre decía: que coincidencia. Yo sonreía y le contestaba: de eso está hecha la vida ¿no?

3.- La culpable
La tercera y por eso no menos objeto de obsesión tiene la culpa de todas mis obsesiones posteriores. Ella fue la primigenia de mis amores platónicos. La primera. Su nombre era Maria Esther. Una escuálida, blanquecina y glamorosa niña de doce años. Siempre con una sonrisa mínima, modales de modelo y mirada de desprecio. A ella ni siquiera le logré hablar durante toda mi época de colegio. Yo no sabía como lograr su atención y menos como reblandecer ese duro corazón escolar. Para su mala suerte, en la lista del salón, mi apellido estaba después que el de ella. Siempre hacíamos grupo, formábamos juntos y hasta nos sentábamos cerca. Ella me odiaba. Me detestaba. Me aborrecía. Yo siempre la seguía hasta su casa, la llamaba y no contestaba, y la saludaba desde lejos, aunque ella nunca respondía. Ella se enamoró de mi ex mejor amigo y fue su noviecita. Mi debacle emocional de esas épocas. Por eso no tuve novia hasta salir del colegio. Quince años después me enteré que estaba arrepentida de no haberme conocido. Al menos, dijo, pude ser su amigo.


4.- La asustada

Ella fue mi gran amor de la universidad. Ella siempre tuvo novio. Y yo durante cinco años esperé. Me disfracé de amigo relajado y siempre la acompañaba a todos sus compromisos estudiantiles. Cuando estábamos a punto de terminar la universidad entramos juntos a trabajar al mismo canal de televisión. La relación se volvió más intima que nunca. Una vez en medio de una conversación me dijo que había terminado con su novio. Mis ojos brillaron. Froté mis manos y empecé mi torpe plan de conquista. Era casi Navidad y se organizó en el canal un intercambio de regalos. Yo pague 20 soles a un compañero para cambiarle de papelito y ser su amigo secreto. Le regalé varios ángeles de cerámica, de manera anónima, y una cadenita con un angel con mi nombre, un día antes de navidad (patéticamente cursi, lo sé, pero por eso era mi obsesión). Luego, semanas después en un bar, nos dimos las manos por debajo de la mesa y en un taxi ,en completa borrachera, creo que nos besamos. Yo recuerdo que no la llegué a besar. ¿O si? Sé que ella dijo que sí nos besamos ¿O no? La cuestión es que después de ese beso nos dejamos de hablar por seis meses.

5.- La desaparecida
Mi última obsesión devino después de una fugaz e intensa relación de un mes. Ella era la chica más increíble que había conocido en Buenos Aires. Siempre sonreía y se sorprendía de mi acido y ridículo humor sarcástico. Lo entendía, y sino, me comprendía. Más allá de la obvia atracción sexual siempre había algo más que sexo. Era estar juntos, simplemente juntos. Sin hablar, hablando mucho, sonriendo y siendo felices con nimiedades como caminar o estar echados en mi cama. Yo supe que la quería cuando la abrace en el cine y respiré hasta lo más profundo de mi pulmón derecho. Ella se despidió de mí ese día, como muchos otros, con un guiño cuando se alejaba en su taxi. Desapareció. No conocía su casa, ni donde trabajaba. Solo tenía su número de celular, el cual no contestaba. Caminé por todo un barrio en busca de una tienda para niños, donde ella dijo que trabajaba (lo malo es que no me dijo en cual). Durante dos fines de semana completos entre a todas las tiendas para bebés de los alrededores. Nunca la encontré. Me regresé a Lima sin poder verla. Una vez volví de visita a Argentina y caminé, una vez más, por ese barrio. Llegué a una tienda para niños y la espié por el escaparate. Estaba ella allí con una chompa rosada y unos jeans ajustados. Con su sonrisa deslumbrante y sus ojos brillantes. La saludé con las cejas y ella me miró, pero no me miró. Se paralizó por un instante y luego corrió hacia mí. Me abrazó tan fuerte que sentía el latido de su corazón. Hasta ahora no la suelto. Seguimos abrazados.
Dibujo: Maite Díaz Fernández (2003)

lunes, febrero 04, 2008

Qué se siente cuando terminas con tu novia

Esto lo escribí hace más de un año cuando termine con mi ahora ex novia. Esto sentía. Yo en medio de la redacción de un periódico mascando mi miseria y escribiendo estas trágicas lineas.

Dolor, pavor, miedo y espanto. Mi mayor temor soy yo. Ese yo que solo genera lágrimas. Ese yo amargo y furioso que grita e insulta. Una furia nacida en la incapacidad de amar.

Las sonrisas se entrecruzas con las lágrimas. Una mascara que se descascara. Que se desmorona en la mentira. La seudo felicidad se desvanece entre las grietas de la rabia.

Estoy enterrado en mi miseria. Estoy enfermo en mi avaricia. Un egoísta anda suelto gritándose y criticándose. Solo existe él y solo él. No hay lágrimas ni lamentos que lo detengan. El se alimenta del dolor ajeno. Bebe llanto y mastica sollozos.
Ella llora y el muere. La vida se desvanece. La agonía nace para perpetuarse. Las nauseas son signos de la incapacidad de llorar. Las arcadas son gritos sin aliento que atacan.

Todos murmullan y yo converso. Sonrió ante el gentío. Hablo ante la multitud. A veces camino y otras corro. Toda esa repugnante hipocresía la arrastro y la disperso. Pero el lastre cada vez se hace mas pesado. Ya no camino sino me arrastro. Perdí la capacidad de llorar, extravié la suerte y escape de la felicidad.
Nota: La caricatura es de Peter Bagge del comic The Megalomaniacal Spider-Man.